miércoles, octubre 22, 2008

LIBANIEL Y EL OLOR A SALVADO O A SOYA

Salió del instituto contento, había sido el mejor de la clase en participaciones y en el foro acerca de Vinum Sabbati hizo las mejores intervenciones. Días antes junto a sus compañeros tenían planeada una rumba, así que se apresuraron a salir y tomar la vista panorámica del bar a las afueras del instituto, donde se podía ver media ciudad consumida por las luces y las bocinas de los autos. En las madrugadas se observaba como la bruma daba pasó a los edificios y en el fondo, en el último rincón se oía el rumor de los arboles y los pájaros. Entre cervezas, aguardiente, cigarrillos, ron y mujeres la farra se extendió hasta el otro día con olores a vomito, humo, semen y el olor a salvado o a soya que aún persistía en el olfato de Libaniel, llevaba ese olor específico desde el instante que ingreso al bar.

Libaniel; un hombre alto, calvo no de alopecia, blanco desteñido por el sol, noble y de convicciones desaforadas contra las convencionalidades. Su esposa lo abandonó, quizás por los rumores que van y vienen: “Libaniel es como flojito en la cama, cierto”. La verdad, eran muy, muy jóvenes cuando se casaron, se dieron cuenta que de amor no se vive y en esa época tenían solamente esas cuatro letras. Volvió a la casa de sus padres por nostalgia y a dormir en el mismo cuarto de su hermana por costumbre, lo único que conservó de este fatídico tiempo fue el trabajo. Ornamentador y soldador su oficio. Tiene buenos contratos particulares e institucionales que le permiten vivir cómodamente y ayudar en la casa, la plata que sobra al cine y al mecato y al ocio y a la diversión y a las suscripciones.

Libaniel pensó que aquel olor tan infeccioso se iría a los pocos días, pensó que era un olor contraído por una comida o algún lugar. No, se equivocó. El olor a salvado o a soya permanece: en el trabajo, en el estudio, en la casa; lo persigue hasta en los coitos. La comida, el pobre ya no come. El sueño, lo perdió hace meses. Todos los objetos, las personas, los animales, todo el mundo y cuanto hay en él, todo, huele y sabe a salvado o a soya.

Libaniel siguió viviendo, o algo parecido: padeciendo. Y el trabajo es su aliento para no padecer tanto y la familia una especie de puente-de Sesto- sobre aguas turbulentas. La distracción ha sido su consuelo. El trabajo su vida.

La familia le pregunta constantemente, “Libaniel de qué eres esclavo, del olor a salvado o a soya o del trabajo”. Él no responde, aunque sabe la respuesta hace tiempo. Prefiere seguir en sus labores, una de ellas pensar que ya hace un año que tiene ese olor en su cuerpo y en su mente, ni los médicos, ni los brujos, ni todas las supersticiones habidas y por haber han funcionado. Sólo han servido para enriquecerse las arcas a costa del sufrimiento de Libaniel y la ingenuidad de sus allegados. Menos mal y él lo reconoce ha tenido el suficiente trabajo para pagarlos y mantener la casa. El papá esperando la pensión, la mamá sosteniendo la casa y la hermana se dedica a estudiar, dormir y aplicar las teorías económicas al sexo.

Meses atrás recibió la llamada esperada, el gran contrato con la Granja, Libaniel tenía que realizar las estructuras pilares de los galpones nuevos y además los soportes de los depósitos de almacenamiento de comida. Trabajó día tras día, un poco más flaco, más amarillo, con pelo y abatido por el tiempo y la sombra de su otra vida. Estaba dando las últimas puntadas a su trabajo, y de pronto se quemó con el soldador, era un hecho curioso porque quemarse con un soldador a tanta distancia y con la experiencia de Libaniel, era de no creérselas, en ese momento recordó la madrugada en que volvió a la casa de los padres: hacia frio.

Las estructuras estaban listas.

Comenzó a llevarlas en su carro, eran más de cincuenta viajes, en una semana ya estaban todas las estructuras en la granja; faltaban unos marcos y la maquinaria, la echaron al carro. Libaniel manejó más despacio que de costumbre, comenzó a observar el entorno de una forma minimalista, la carretera, los arboles, el chilaco que siempre lo veía. Libaniel decía que era el mismo, pero cómo saberlo si la mayoría tienen un color similar. Detuvo el carro y le dijo al ayudante que manejara, tomó la revista del mes dedicada a poesía colombiana y empezó a leerla. Era un trayecto largo. A mediada que se acercaban a la Granja notó que el olor a salvado o a soya desaparecía, fue como recuperar su alma. No era como antes que el olor le salía desde su interior e impregnaba o infectaba los olores externos, ahora los olores llegaban de afuera, los percibía, los alcanzaba a atrapar con la mano y saborearlos. Fue un instante mágico-feliz-eterno. Ya distinguía el olor a pachuli de su compañero, el olor a verde del lugar, el olor a sudor de su cuerpo. Entraron por la portería trasera, esta vez no los fumigaron. El ingeniero les indicó el lugar donde iban los marcos, era la parte más pendiente del lugar. Libaniel dejó la revista con su ayudante y le dijo al que fuera a la oficina a hacer firmar las facturas, encendió el auto contento lo arrancó en segunda y emprendió la subida, a mitad de camino sintió el olor a salvado o a soya, era un olor más intenso, más concentrado, pero no era como antes, ya no pertenecía a él. Libaniel se dio cuenta que el carro estaba en segunda, eso era un error. Sólo hizo un hondo suspiro para atrapar quizás el olor de su vida.

El ayudante abrió la revista y leyó la cita marcada “se acercó y marchó con ella” y vio como el carro se levantaba de adelante y se volteaba hacia atrás, dio varias vueltas y cayó hecho chatarra junto al galpón donde el murmullo de las ganillas se silenció y el olor a salvado o a soya era penetrante.

Escrito por Juan Batero.